A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de
Chacabuco, mi pueblo.
Ciruelo de mi puerta, si no volviese
yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
(Anónimo japonés)
Uno piensa que los días de un árbol
son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo
árbol es un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo,
exactamente, aun que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante
estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos
duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito
expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y él creyó, por un
tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba
los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por
dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar
en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino,
aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente
cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un
alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol
recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y
rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas
rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco
viento empujando nubes de polvo. Tam bién ya sabía para entonces lo que era una
rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba
en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba,
torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo
Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la
cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en
el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas
de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero
él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre
como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De
alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y
crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se
piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde
memoria.
Ahora es el comienzo del verano
justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que
como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada
una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se
enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven
bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento
en que el viejo álamo Carolina recuerda.
A propósito de la noche, los pájaros
y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de
ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero
entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un
pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre
su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan só un rato y luego reemprendió
el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un
hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una
montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas
pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una
casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del
camino, ese ancho árbol floreci do de sueños. El nido se columpiaba al extremo
de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi
tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más
hojas que otras veces.
Al final del verano los pichones
saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus
delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el
aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de
crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el
fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo
pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo
del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera
cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el
brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea
blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae
algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa
en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus
viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre,
flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas,
la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con
el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.
Con sus viejas manos amarillas ha
golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des cascaradas
paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido
delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo
oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la
tierra.
El ferrocarril pasa por
detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron
las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a
trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el
suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era
un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia
noche de la tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol
principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo,
porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales,
era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el
pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los
cuales el viejo álamo Carolina se comuni caba a través de aquel húmedo
corazón.
Al este, por donde nace
el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y
todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el
más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado
barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles
aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus
delgadas ramas subterráneas en aque lla dirección y recibió la respuesta. No
era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra
emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él
allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del
bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus
herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía
viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros
a la tardecita. Los árboles no duer men propiamente, se adormecen, sobre todo
en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como
frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas
voces y señales de la tierra.
Los animales de la
noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela do vuela
hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos
vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía,
el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de
trigo.
En este mismo momento,
en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el
árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se
despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el
deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de
espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la
tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese
tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada
del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo
corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de
cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era
tan viejo pero sí árbol com pleto, sintió por primera vez el dolor de su
fijeza.
Él sólo podía ir hacia
arriba trazando un corto camino en el cielo y al co mienzo del otoño volar en
figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de
la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo
llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por
instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren dido a extraer otros
muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y
simulaba temblorosos vue los.
El viento subía y
bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de
acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al
árbol mú sico.
Todo esto se aprende
con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de
recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la
primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y
después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol.
En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así
empieza.
Después cae el resto y
el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de
otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa
quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a
través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus
ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se
quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo
su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará
otros veranos.
Hasta que allá por
septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube
desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el
viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es
más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo
y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de
octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que
brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol
para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del
árbol.
Fue en este verano,
cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se
acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y
preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la
sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba
y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la
frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que
parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se
recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.
Haroldo Conti
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